Sobre el saber y el pecado; sobre el niño, que es feliz y debe seguir siéndolo; y otras cuestiones centrales y aledañas a la felicidad

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A las personas sabias y a las que no lo son, aunque tengan la cabeza en su sitio, entre las que me encuentro yo (me refiero a lo de no ser sabio—de lo que estoy seguro; en cuanto a dónde tengo la cabeza, no tanto, puesto que suelo tener la defectuosa virtud de tenerla en mil sitios, menos en el que le corresponde; lo que sí puedo asegurar, con respecto a esto último, es que no deja de ser interesante tener mil perspectivas diferentes, aunque no sea cosa muy sensata. Lo de tener la cabeza en mil sitios será virtud de tipo circense, diría yo: algo tan extraordinario como inútil)… A las personas sabias, decía, y a las que no lo son tanto, si se les diera a elegir entre saber, qué sé yo: por ejemplo, el origen de la vida [que es como el alma que vino de la nada], lo que hay entre cada salto cuántico [duda absurda, por cierto, puesto que para ser “salto”, no puede haber nada entre “a” y “b”—pero si no hay nada, hay un continuo entre “a” y “b”, y en realidad son lo mismo], la ley que rige los números primos [según se avanza en los números, los primos cada vez escasean más y siguen cada vez más un orden digamos poco matemático], y otros saberes parecidos, y ser felices, elegirían esto último … Si se les diera a elegir entre tener un chateaux [castillo] en el Valle del Loira (¡mejor tres!), un Rolls Royce, una cuenta en un banco suizo que garantice una existencia material desahogada a las siguientes diez generaciones de descendientes, y ser felices, elegirían ser felices, pues se puede ser infeliz con todo lo anterior, mas, si eres feliz, qué más puedes querer, aunque tus descendientes, sabiendo lo que podrías haber elegido, quizás hagan caer una maldición sobre tu alma que dure toda una eternidad, con lo cual fuiste muy feliz en vida, mas eres desgraciado hasta el fin de los tiempos—¡maldición! … Más difícil es darle a elegir a alguien entre amar y ser amado, y ser feliz. Pues como que no se puede concebir esto último sin lo otro: amar, ser amado, y ser feliz, están hechos de lo mismo—aunque ya sabemos que hay amores que matan, que te hunden en la miseria, por los que hasta puedes morir; y la pregunta entonces es: “¿es eso amor?”, y si lo es, “¿tiene la verdadera felicidad un precio escondido?”, que no tiene por qué ser tan dramático como un desenlace a lo Romeo y Julieta, ni conllevar el tener que pasar una pequeña temporada en el infierno por haber estado en el paraíso. No sé. No sabría definir la felicidad, ni si la verdadera felicidad es completamente gratis o no. No sé. No sé. Quizá sea antitético a la felicidad el querer saber qué es la felicidad: nos distancia un poco de ella, nos da dolores de cabeza el interrogarla, hace que un poco se vuelva en contra nuestra: es como cuestionarse uno un placer que uno siente, o el delicioso aroma que nos llega de una rosa o a lomos del viento—es ponerlo sobre una plataforma y mirarlo con ojo clínico, ¿con qué fin?, digo yo, ¿con el fin o la esperanza de que al entenderlo nos aseguremos ese placer o felicidad, y siempre sepamos cómo encontrarlo cuando andemos escasos de ello?

La felicidad es el mejor estado en el que puede hallarse un ser humano, y como todo lo que es propio de lo más elevado (de lo mejor), es escaso y difícil de conseguir—mas no por ello, estoy convencido, se nos está vedado el alcanzar ese estado, que no cae del cielo y que hay que conquistar. [Oigo protestas en silencio: “¿Quién es éste para cuestionar si soy o no feliz? Por supuesto que lo soy. Ya vivo en ese estado. Hay días, claro…” Y contesto yo: “No digo que no sea verdad lo que dices, pero si supieras cómo es lo mejor que hay en ti, quizá comprenderías lo que digo. Y lo mejor que hay en ti está después de renunciar a lo que no necesitas, y comprender lo que no necesitas requiere tiempo y valor”.] Lo cierto (vuelvo a estar convencido, es una intuición) es que está en nuestras manos el ser feliz. Quizá no entendamos bien nuestras manos, los recursos que tenemos para ser felices, y el ansia y el miedo de no ser felices nos lance a una búsqueda descabellada y sin fin, anhelando desesperadamente eso que se nos escapa, que no obedece al gesto y a la voz movidos por miedo y ansia.

Lo de ser feliz no es ninguna ciencia, pues entonces con estudiar sus leyes y las circunstancias que empíricamente producen las mejores reacciones felices, todos seríamos felices: habría catedráticos, requetemasterizados, Doctores Honoris Causa, y hasta premios nobeles en la ciencia de la felicidad—mas no habría sabios, o muy pocos, porque “lo esencial”, como dijo el Principito, “es invisible a los ojos”, y la ciencia trata de lo empírico, de lo que se ve, de lo que se mide y pesa, de lo absolutamente exacto (mas no por ello indudable), cosa que la vida de un ser humano no puede ser… Qué curioso sería si lo de vivir, y por tanto ser feliz, fuera el resultado de medir y pesar con exactitud las partes existenciales que al sintetizarse reuniéramos una vida que no puede no ser feliz, pues la ciencia no falla, y si “x” partes de “k” más “y” partes de “l” dan una probabilidad de 97,89% de sustancia feliz que dosificada según una frecuencia de “p” eudaimonios [eudaimonia (eudaimonía = felicidad, en griego)], por minuto, día o semana—qué sé yo—, qué haces que no eres feliz, ¡es del todo injustificable! … Lo valioso en el ser humano no puede medirse, no está hecho de lo empírico, aunque después el sentimiento de felicidad sea igual de indudable que 2 es mayor que 1, que el agua es H20, y que es la Tierra la que gira alrededor del Sol, aunque parece que para esto último hizo falta que el pensamiento acompañara a la evidencia empírica, pues lo empírico parece ser, en este caso, que es el Sol el que gira alrededor de la Tierra, y también hizo falta que el pensamiento nos rescatara de la evidencia empírica de que la Tierra es plana. Lo empírico lo es cuando nos lo cuestionamos y lo ponemos a prueba y le obligamos a justificarse—y toda justificación final sólo lo puede ser ante la razón, eso que se distancia de todo y lo cuestiona muy fríamente. Mas después también llega el corazón, que obliga a la razón a justificarse, porque el corazón también tiene esenciales razones: “El corazón tiene razones que la razón no entiende” (Pascal).

No es nada fácil ser feliz (aunque completamente posible). Es otra “ciencia”, otro saber el que sostiene o hace posible la felicidad. No sé cuál será.

¿Hay felicidad en la inconsciencia? ¿Es feliz el tonto y el insensato? ¿Lo es un loro (sin menospreciar la inteligencia de este animal, que no necesita de matemáticas ni cuestiones existenciales, ni nada que no sea el ser o sentirse loro)? ¿Es feliz una piedra, a la que nada quita ese sueño suyo que no es sueño, sino una muerte a la que no precedió vida alguna, ni siquiera muerte, nada? Quizá la piedra no puede ser feliz porque es incapaz de ser desgraciada.

¿Fue feliz Adán antes de probar el fruto del árbol de la ciencia? (¿Por qué el saber tuvo que tener en su origen la naturaleza de un sabroso fruto?) El volverse consciente de su desnudez, ese primer paso en la singladura del saber, de la ciencia, es lo que le hizo infeliz para siempre. Sin embargo, un hombre que no se conoce y, a raíz de ese primer paso (conocerse, como Adán), quiere conocer lo demás, ¿puede ser feliz? Para que un hombre sea hombre, tiene que darse el que por lo menos sea consciente, conocedor, de su humanidad, y esto inevitablemente le impele a hallarse, buscarse, también en todo lo que le circunda. Si un hombre ha de ser feliz, lo ha de ser con todo lo que le caracteriza como hombre o ser humano: el hombre tiene que preguntar. Y esto hace que su felicidad sea difícil de hallar, como ese bolígrafo que uno busca por doquier y que está en la oreja [a mi padre, que era ebanista, le pasaba mucho eso], o las gafas que uno no encuentra porque las lleva en la mano—y, como tantas veces, se cumple esa extraña ley para el hombre: “Lo más cercano es lo que más lejos está”. Es el hombre el que crea esa distancia, el que abre ese inmenso espacio al final del cual está él mismo, lo que verdaderamente importa para él.

Un hombre no puede ser simplemente feliz. Sus preguntas, sus inquietudes y deseos introducen un sinfín de variables en la fórmula que señala hacia la felicidad (que quizá no sea un objeto allende los mares o en algún punto del cielo prometido, sino que esté con ese bolígrafo en la oreja, si eres ebanista, o enredado entre las patillas de las gafas si eres, si eres corto de vista, claro, o tienes presbicia, que tiene su gracia, pues vas viendo más lejos a costa de ver cada vez menos lo que más importa, lo que te concierne)… Entre el hombre y su felicidad, se interpone casi siempre el hombre. Por eso conocerse es crucial. Freud me entiende. Cuando conoces algo, la raíz de un problema, cuando le das una forma, lo exorcizas, lo eliminas. Mas bien lo superas. El hombre que se conoce a sí se supera. No se interpone él entre él mismo y lo que por derecho le corresponde: el ser feliz, por ejemplo. [Cuando hablo de “hombre”, no me refiero al varón, sino que “hombre” es término genérico que incluye al varón y a la mujer, algo tan neutro y significativo como “ser humano”, aunque a mi modo de ver más concreto. Es una injusticia lingüística no poder utilizar “mujer”, y utilizar “ser humano” tiene connotaciones antropológicas y metafísicas que van más allá de lo que es el ser humano concreto de hoy: el ser humano como resultado concreto de una evolución natural, social y cultural. “Ser humano” es una cosa, y “hombre” es concretamente lo que ese ser humano puede llegar a ser: el hombre, tal y como hoy lo entendemos.]

¿Pero por qué Adán, al conocerse, se volvió desgraciado y prototipo pecaminoso? En él se inicia, ¿no es así?, el pecado del hombre—ese paso de la inocencia y la pureza, a un estado impuro—. Eso, al menos, cuenta la Biblia y la Iglesia. ¿Qué tendrá de malo saber, me pregunto? Debe de ser que a Dios no le gusta que el hombre sepa—que se conozca a sí mismo (ahí es donde empieza el problema). “No te conocerás a ti mismo”, casi podría ser el undécimo mandamiento. Gran castigo e infelicidad caerá sobre ti por querer saber—por emular a Dios, que es quien mejor se conoce a sí. [Lo que ocurre es que cuando te dan un mandamiento así, y si lo entiendes, te entran unas ganas que te mueres de saber qué es eso que no debes saber. Por eso Dios no pronunció explícitamente el undécimo mandamiento, que nos habría impelido mucho antes a saber, a ser más sabios, aunque más pecaminosos, sí—y si pecar es saber, y saber tiene algo que ver con ese maldito fruto (la proverbial y diabólica manzana), pues viva el pecado, que me traigan muchos espejos para verme, conocerme mejor, y muchas manzanas jugosas que me estimulen a seguir en el pecado.]

Adán no fue feliz al conocerse (no pudo darse eso en él), porque en el instante de conocerse—un saberse mezcla de ciencia viperina y fruta pecaminosa—es cuando nace como hombre. Su conocerse a sí mismo no elimina a un hombre anterior. No se purga de un hombre deformado o traumatizado, al conocerse y definir su imperfecto ser anterior…. El psicoanálisis te ayuda a entender, definir, vestir de palabras algo que anidaba oscuro en tu interior y te roía y te deformaba. Al expresar lo que te ocurría, te purgas de tu anterior ser, y eres o estás más próximo a quien eres de verdad… Adán despierta ante sí, se hace a sí delante de sus propios ojos. Se siente por primera vez. Sabe quien es. Empieza a hacerse aquello que quizá, con el tiempo, tendrá que purgarse. Pero no es un ser que se volverá deforme por culpa suya—de Adán—, sino que la injusticia divina inicia en él esa deformidad al acompañar su divino [y venenoso] saber, el de Adán, recién descubierto—por culpa de esa serpiente y esa mujer y esa más que sabrosa manzana, ¡maldita sea!—con una conciencia de un malestar: “Ah, ése soy yo, y, oh Dios, he de apartar la vista de mí mismo, ese objeto, yo, recién descubierto. Me taparé…” Y sabemos que Adán se tapó sus partes con una hoja de parra, pero dejó al descubierto suficiente carne para no perderse del todo de vista a sí mismo; porque, le gustara o no a Dios, Adán ya había sido infectado con el veneno del saber, del deseo de saber, y sabiendo eso no iba a volver a su anterior estado de pureza, de inconsciencia, aunque pleno de felicidad. Algo tendrá ese saber que hace que Adán no renuncie a un cierto dolor e infamia. Por cierto, Eva, que ya sabía antes que Adán, no sé si llegó a taparse seriamente alguna vez. Lo que sí sé es que no se tapó tanto como Adán. Una hoja de parra a cada uno. A Adán su hoja le da para lo que le da, y a Eva, pues, también. Con una hoja, ¿cuánto pudo taparse Eva?, me pregunto. Pero lo de  Eva no es que su hoja de parra no le diera para más; lo suyo era fruto de  alevosía y un saber más profundo que el del ingenuo Adán. Eva es la verdadera rebelde ante Dios, la que más se aferra a su cuerpo, a esa puerta al saber que le abre el universo, la puerta por la que acceder a éste. Pero es Adán el que carga con la mala fama.

La peor raíz de la infelicidad no es una desgracia, que aunque lo sea, puedes definirla—sino un sentimiento de culpabilidad cuyo origen se desconoce y se pierde en el fondo del alma, y la represión que lo acompaña—lo que impide el reír y llorar cuando a uno le da la gana, porque les acompaña a tus ganas de reír y llorar ese malestar que cayó del cielo y se extendió por una cultura que por mucho tiempo se enorgullecía de su capacidad de sufrimiento y de aguantarse todo.

Todo ser tiene derecho a ser feliz, y quien quita a alguien toda posibilidad de ser feliz, quien hace que alguien sea para sí mismo algo imposible de comprender y superar, habiéndolo deformado irremediablemente, sometiéndolo a un sufrimiento que no puede purgarse, merece un castigo severo… Quien lleva el hambre y la guerra a alguien—no es tanto el hambre y la guerra en sí lo terrible, con lo terrible que es eso, sino esa deformidad irremediable que deja en el cuerpo y en el alma, esa sombra que ahoga por dentro y no se puede escupir—quien le quita para siempre así la felicidad a alguien merece un castigo severo… Y aquí también es el hombre, como especie, quien se interpone entre él y su felicidad.

No me había propuesto hablar de la felicidad, en general, ni de las barreras que levantamos para privarnos de lo que nos viene con nuestra naturaleza, como un regalo, y que debemos proteger,  cultivar y hacer fuerte. Quería yo hablar de la felicidad y el niño, pero como soy adulto, he tenido—vanidoso de mí—que interponer mi visión del mundo. Me he privado de la felicidad de olvidarme de mí y simplemente centrarme en el niño.

Un niño normal es feliz por naturaleza. Un entorno normal ha de garantizar su felicidad. Debemos hacer todo para que un niño sea feliz. Le hemos de dar amor, educarlo. El amarlo le dará seguridad, autoestima. El educarlo, corregirlo, enderezarlo, le enseñará dónde están los límites, y le trazará un mapa moral para su vida, le abrirá un sendero que le lleve lejos por donde se puede ir, incluso cuando ya no hay nadie que te diga lo que has de hacer. Limitar a un niño no es reprimirlo, hacer que su mundo se encoja. Es enseñarle a prescindir para que no se pierda o ahogue queriendo cogerlo todo. Es darle una dirección y un saber por dónde ir (en forma de problema o cuestión sin respuesta) para que no tropiece en la misma piedra, bordillo, o muro, y su camino—que es la vida, el vivir—realmente sea un camino que se alarga y recoge valiosa experiencia y algún rasguño o hueso roto que otro, y no un camino que no llega a serlo nunca porque en el ansia de salir disparado uno acaba dando tumbos, con la cabeza descalabrada y siempre, siempre, siempre en el punto de arranque—sin entender nada.

No hay que hacer mucho para que un niño sea feliz, porque es un ser que ya viene con un enorme potencial para ser feliz y desarrollarse y, sin embargo, es tan fácil equivocarse—no educarlo adecuadamente, no estimular su natural curiosidad (que aun estando, de manera natural, por no enseñarle las cosas, el mundo puede perder o no llegar a tener magia: es papá y mamá quienes encienden la magia del mundo, y es el niño quien transforma lo mágico en real; el misterio del mundo se transforma con el tiempo en conocimiento y dominio sano de él), no escucharlo, estar uno pendiente de lo que a uno le ocurre, colgarle el peso de nuestras ambiciones y fracasos y después enrabietarnos con él o ella porque, “después de todo lo que me he esforzado por ti, ¿así me pagas? He hecho todo para que consigas esto o lo otro, para que seas esto o lo otro, y nada, nada, ¡nada!”

Para que un niño, nuestro hijo, sea feliz, hemos de prestarnos más atención a nosotros mismos que a él. Conocer nuestros defectos y debilidades. No proyectar nuestro lado más oscuro o nuestras frustraciones sobre él. Después, aunque se haga mucho por él (cómo no), esa capacidad nata que tiene para ser feliz y desarrollarse nos ayudará en nuestra labor fundamental, la de ser buenos padres.

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