RESILIENCIA—DEFINIRSE Y SER FRENTE A LA ADVERSIDAD

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“Resilience”, en inglés, significa (1): capacidad para recuperar la forma original, (2): capacidad de recuperación, de sobreponerse a lo que nos arroja la adversidad, a los contratiempos, a la desgracia, etc. En mi diccionario de la Real Academia Española (vigésima edición, 1992), no aparece el término “resiliencia”, por lo que supuse que este término no tenía ni raíz latina ni griega y que era un neologismo en castellano, importado del inglés. Al mirar el origen de esta palabra en mi diccionario Webster (diccionario inglés), vi para mi sorpresa que viene de la raíz latina “resilere”, que significa, pues eso, capacidad para recuperar la forma original. Es decir, a no ser que esté confundido, esta palabra debería haber formado parte del uso popular en castellano desde hace tiempo y no haber aparecido con tanta demora—aunque quizá no sean muchos los que se pregunten cuánto tiempo hace que habita entre nosotros este vocablo, dando por hecho que siempre ha estado ahí. Y de alguna forma, tienen razón: siempre ha estado ahí, como heredero de una tierra, siempre ausente—(“Sí, esta tierra es del señor, pero hace tiempo que no viene por aquí”.)—; una ausencia que da forma a un espacio, la elocuente presencia de algo que no está; un silencio, un espacio vacío, que después de mucho tiempo es ocupado y cobra vida, se hace carne lingüística, nos habla, canta y grita, y hasta nos habla de sus penurias, de cómo estuvo desterrado durante mucho tiempo, pero volvió—pues no por nada se llama Resiliencia, capacidad de sobreponerse a las adversidades y, por ello, ser más fuerte.

Hasta la misma palabra “resiliencia” ha tenido que demostrar su valía, hacer realidad en carne propia el significado que ella custodia; por lo menos, en castellano. Porque en inglés “resilience” y “resilient” son términos muy antiguos.

En cualquier caso, lo que nunca ha dejado de tener vigencia, en cualquier parte del mundo, se hable el idioma que se hable, es el hecho de tener que sobreponerse a las adversidades—llámese este hecho o realidad imperecedera y tozuda como se llame. Resilientes han sido todos los pueblos que sufrieron guerras y tuvieron que superar una todavía peor posguerra. Resilientes son los millones de personas que no tienen suficiente comida, que son analfabetos absolutos, y que sin embargo consiguen vivir, construirse algo así como una vida, y que también consiguen que con el tiempo haya entre sus descendientes alguien que tenga formación, cultura, principios y poder para cambiar las circunstancias por las que han pasado los suyos y los que les antecedieron.

Y nosotros, que vivimos en un mundo que creemos más cómodo, más libre de penurias, más “formado” [dimensión semántica, cargada de pragmatismo y eficacia, del concepto más amplio: “cultivado”, o “instruido”, o “civilizado”, o “cosmopolita”—o “sabio” (quién sabe), en una palabra]; un mundo cuajado de (así lo creemos) soluciones eficaces y rápidas para todo—diríase que en semejante mundo no hay cabida para nada que se parezca ni remotamente a un problema—; nosotros, que vivimos en semejante mundo (que es más mental que real), también rebosamos, cómo no, de dificultades, también nos sitia la adversidad, también somos un poco numantinos (a Dios gracias, no completamente) en nuestra Numancia, rodeada por un poderoso ejército romano, tranquilamente esperando a que nos desgaste la falta de agua y de alimento. Aquellos numantinos del 133 antes de Cristo, se quitaron todos la vida antes de que el hambre impuesto por Roma pudiera con ellos, y antes de que el general Escipión, después de ocho meses de asediar la ciudad soriana, entrara en ella  y la  arrasara—podría haber entrado tranquilamente, pues no encontró ni un alma viva que se le resistiera ni que su espada pudiera llevarse por delante. De alguna forma los numantinos se definieron e hicieron frente a Escipión, aunque eso, en su caso, el llegar a ser (pasar a la historia como héroes) les costó la vida.

No, nosotros no somos aquellos numantinos, pero tenemos nuestra Numancia; también a nosotros, en este Primer Mundo, nos asedia la adversidad,  disfrazada a veces de abundancia y eficacia; de infalibilidad, vamos. Lo que ocurre es que la Adversidad—que parece hija de Proteo [en la mitología griega, dios marino, hijo de Océano y Tetis, conocido por su habilidad para asumir diversas formas]—se adapta a las circunstancias; las adversidades que nos acucian y sitian en un mundo bendecido con suficiencia material (aunque los hay, los hay, a quienes les falta) y la eficacia que proporciona una tecnología sofisticada, ya capaz de autorregularse y auto-administrarse las mejoras que necesita o deshacerse de lo que le impide alcanzar una eficacia cada vez más absoluta…; las adversidades, digo, que nos acucian y sitian en un mundo así, son muy diferentes de aquellas que ahogan a un pobre desgraciado del tercer mundo, ese mundo que ni es tercero porque casi ni tiene entidad en nuestra psique: tan poco pensamos en él, tan poco lo conocemos, tan poco existe en nuestra conciencia: “Tercer Mundo” es una etiqueta que ponemos sobre un fondo infinito de ignorancia (yo soy tan ignorante como el que más, confieso, pero sé que lo soy; tal vez, no lo sé).

Resilientes lo hemos de ser todos. El no serlo es dejar de ser. En cualquier circunstancia de lo que llamamos existencia, nos acecha la adversidad, aquello que se opone a nuestros proyectos individuales y colectivos, y hasta a nuestro existir mismo. Existir, construirse uno, convertir nuestra vida en un proyecto dentro de un marco definido (el espacio de una vida), no es gratis: el existir tiene un precio—cada esfuerzo que realizamos y cada paso que conseguimos dar, tiene como contrapartida algo que se va, algo que se nos quita por el simple hecho de haber alcanzado una cota algo más elevada: miramos hacia abajo satisfechos de nuestro logro, y si en ese momento nos pasamos la mano por la cara, notaremos que nos ha salido un nuevo surco o arruga… Y el que no hace nada, también a él el existir sin ambición, sin deseo de ser más, le pasa factura: ya desde un principio es un muerto-viviente, y la falta de arrugas o un cutis terso, no es más que una máscara (no sé si japonesa, veneciana, o qué) que la vida por misericordia le presta—o quizá no sea misericordia, sino desprecio; pues el sentir que uno se desgasta en la lucha por conseguir nuevas metas y acercarse a quien uno de verdad es [Aristóteles nos habla de esa finalidad que tiene todo ser de completarse, de completar aquello que ese ser ya es en potencia y que ha de “actualizarse”, llegar a ser], es una intensa y callada satisfacción, casi divina. Uno se acerca a su meta, a su fin, satisfecho (no del todo) y completo (¡bueno!), aunque ya casi no se tengan fuerzas para erguirse y mirar hacia abajo para ver lo conseguido… Y la vida, por desprecio, dándole una máscara, le priva al holgazán, zángano, gandul, parásito, vago, sin espíritu ni meta, de los surcos que indican y hablan de una vida bien vivida, con ambición y sentido.

Como tantas cosas “cotidianas” que, sin parecerlo (por puro cotidianas), en realidad se hallan en el mismo corazón que hace funcionar todo, “resiliencia” corresponde a algo que está (me atrevería yo a decir) en el mismo núcleo (sánctum sanctórum = [lugar] sagrado de/entre los [lugares] sagrados) de la vida, tanto metafísica y espiritual, como puramente biológica—y también en el corazón de la realidad física no biológica… Para que una célula se divida y se vaya conformando un ser biológico multicelular—como nosotros—, ha de haber, desde el principio, una oposición a ese mismo proceso. Es como si ante la presencia y presión de lo que pudiera aniquilar a la célula, ésta se viera en la necesidad de reafirmarse: 1º, definiéndose como célula individual (óvulo), y 2º, multiplicándose, reproduciéndose, adquiriendo en el proceso las nuevas células diferentes funciones, como la de ser parte del tejido neuronal, pulmonar, etc. No se trata sólo de que el espermatozoide al fertilizar al óvulo (o célula reproductora) desencadene el proceso de división y multiplicación de células—es decir, la gestación de un nuevo ser—; hay que preguntarse si en la misma fertilización del óvulo y la capacidad de éste no para hacerse más grande como una unidad, sino para hacerse más grande siendo más de sí mismo en número (con lo cual es menos vulnerable), no interviene otro agente que se opone a todo este proceso, siendo esto lo que paradójicamente permite que la célula y el ser que de ella se gesta, pueda irse definiendo, siendo. ¿Qué necesidad tendría la célula de tener membrana, si no fuera porque ha de constituirse la célula, ser en un medio que se le opone? ¿Y qué otra forma más segura puede tener la célula o la vida de constituirse si no es reproduciéndose y, reproduciéndose, haciéndolo de la manera más eficaz: es decir, no reuniéndose en una sola unidad, sino en un sinfín, con lo cual es menos vulnerable, pues puede prescindir de parte de sí misma [perderse células] sin que por ello quede aniquilada…? Y si la célula no tuviera un medio que se le opusiera, probablemente carecería de membrana; pero si careciera de membrana, no podríamos hablar de célula—y entonces o bien la vida sería algo no biológico (lo cual es un sinsentido; “bios” =  vida; “vida no-biológica” = vida sin vida), o simplemente sería imposible.

Parece que somos en (inmersos en) la oposición (que sólo en un estado donde se da la oposición, a nosotros, podemos ser), y nuestro ser es por definición resiliente—resiliencia que, en el caso de la misma formación de un ser viviente, adquiere la forma de [existe como] unidad protoplasmática con membrana: la membrana es la sutil definición (casi metáfora) frente a, o ante, la vida que lucha por surgir—como si la vida misma, sin forma, como fuerza indefinible, ofreciera resistencia, empujara contra aquello que quiere brotar, crecer, y al darse este oponerse pudiera darse aquello que quiere definirse, surgir: la vida materializada. Es como si la vida (como fuerza primitiva) tuviera que oponerse a sí misma para construirse materialmente… La membrana es ese sutil y contundente definirse y hacerse de la célula frente a aquello que pudiera parecer que quiere aniquilarla, que quiere comprimirla, y sin embargo lo que quiere es que en ese empujar y comprimir surja una expresión palpitante de sí misma [de la vida; la vida quiere hacerse materia] … [Algo análogo debió de pasar antes del Big Bang; dicen que todo había quedado comprimido hasta ocupar no más que un punto sin extensión; todo espacio y toda hebra de tiempo, de la que está hecho el tapiz de lo extenso, habían sido comprimidos hasta la ausencia de todo lo material, tiempo, espacio, todo (lo cual nos hace intuir que hay algo que precede a la materia y lo que ésta conlleva)—y en ese momento estalla todo y salta a la existencia el universo, y lo extenso se extiende a velocidad vertiginosa, y lo temporal también se extiende, y surge todo, y se extiende todo, y todo dura…]… La membrana, decía, es aquello en virtud de lo cual puede darse esa fundamental unidad protoplasmática; al oponerse la célula [casi una mera voluntad, un deseo de existir de la  célula, un sueño] a lo que se le opone, se gesta la propia célula (cobra lugar en el tejido existencial; puede ser) con todas las propiedades plenas de vida: vida de la célula propiamente (vida que retiene para sí), y vida más compleja que dará lugar a más vida y también a eso tan extraordinario del estar vivo que es la conciencia.

En la adversidad se hace todo, se define todo, todo recobra su forma. La célula es la vida reafirmándose frente a una fuerza vital (vida) que se le opone para así hacer surgir la vida material; y nuestro universo (uno entre un sinfín que haya habido) es la reafirmación frente a aquello que lo había reducido literalmente a nada. De la nada surgen cosas importantes; hay fuerzas que labran la nada (labriegos cósmicos en las sombras) para que después surja todo.

Resiliencia, el recobrar la forma, el definirse, el constante seguir siendo (como acto que se realiza; como voluntad en pie) para no dejar de ser: de todo eso está hecho el existir. El hombre es lo que es, por ser resiliente. El mundo y todo, también, por su constante reafirmarse y recobrar su forma: esa constante batalla contra lo que se nos opone y quisiera desgastarnos, erosionar nuestro ser, borrarnos de golpe de la existencia. Y, curiosamente, si no existiera todo eso que se nos opone en todo, buscándonos hasta en el más íntimo armazón de esa viva estructura que es nuestra existencia particular, si no fuera por ello, no seríamos, no hubiéramos ni siquiera empezado a existir, pues, de una manera verdaderamente extraña, paradójica, es lo que se nos opone aquello que nos gesta y nos hace combativos y deseosos, ávidos, de definirnos, ser. Esa “membrana” que encierra ese espacio físico y espiritual (vivo) que corresponde a nuestro ser, se hace, brota como de la nada: un nuevo ser humano, único.

Todo lo anterior alcanza a todo ser humano, al mundo, a todo, allí en ese nivel fundamental, allí donde la realidad y lo que es esconden sus partes íntimas. Es un nivel del existir y de la realidad que no se ve ni puede verse, pues es como el mundo subatómico de la materia—la dimensión cuántica—, allí donde la lógica que rige el mundo supra-atómico o macroscópico parece haberse subvertido por completo, mas es precisamente lo que el macrocosmos en el que vivimos y somos conscientes, necesita para ser lo que es.

Por lo demás, por lo que ya toca a individuos concretos, los hay más resilientes y menos resilientes. Los hay que no se reponen de un susto (otros que nunca se reponen de un éxito), los hay que se reponen a todo. Son verdaderos superhumanos, hechos de verdadero hierro, aunque no presuman de musculatura, ni la necesitan. Mucho músculo sirve muchas veces para tapar más que para ser exhibido, tapar debilidades profundas y miedos nunca ahuyentados.

Quisiera, para terminar, decir que no hay ser humano que no pueda recuperar la forma perdida, la de su ser. No hay ser humano que se haya perdido por completo, al que hayan borrado su contorno, a quien se haya destruido por completo. Siempre es posible levantarse y volver a ser: a ser quien uno es, y ser más de lo que uno es—crecer. No hay ser humano que no pueda definirse, ser frente al mundo y todo. No hay ser humano a quien no le puedan beneficiar las adversidades que le cercan y amenazan con ahogarle o aniquilarle. El mismo viento que te puede derribar puede levantarte. La misma ola que te precipita contra la roca puede devolverte a aguas más mansas. Pero yo soy de los que creen que es la ola la que me hace y gracias a ella, después de todo, soy roca. Y entonces, curiosamente, se produce una simbiosis entre yo, la roca, y la ola que se desploma y descarga sobre mí. Nos necesitamos, nos definimos mutuamente, y vamos siendo, cada uno, en nuestro espacio individual, único.

Antonio Nieto López—profesor de inglés

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