Estudiar y Aprender

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Si miramos en el diccionario, veremos que “estudiar” y “aprender” no son la misma cosa. Pero hoy en día es más común oír a un muchacho (también a un adulto) decir “Me he estudiado la lección”, en lugar de “Me he aprendido la lección”… “Estudiar”, pues, ha pasado a significar “entender, asimilar, comprender”. Un poco, sospecho, se debe a que lo que es aprender de verdad ha adquirido una importancia secundaria, por no decir nula, frente al mero hecho de sentarse delante del libro u ordenador y hacer el esfuerzo para … ¿qué? Es como si se hubiera perdido conciencia del hecho de asimilar, y con hacer el esfuerzo, con estudiar, quedara cumplido el objetivo (siempre que después se apruebe el examen, claro).

En este moderno contexto lingüístico quiero ver si con “estudiar” basta, si “estudiarse la lección” es lo mismo que “aprenderse la lección, asimilar  el contenido de lo que estudio”.

¿Son lo mismo? ¿Es lo mismo estudiar que aprender? Incluso cuando, después de estudiar la lección, considero que me la sé y esto, además, queda corroborado por el hecho (por todo el  mundo celebrado) de que al día siguiente puedo afirmar que el examen (de lo que sea) me ha salido bien (“seguro que saco un 9”), ¿significa esto que he aprendido algo? ¿Corresponde esta nota a un verdadero conocimiento adquirido? ¿Hay diferentes niveles en lo que llamamos “aprender”? ¿Es aprender el retener información sobre “x” y después dejar constancia, en una hoja de examen, de que efectivamente hemos retenido un volumen determinado de información sobre “x”, prescrito por el profesor, el tema del libro, los expertos, etc.? ¿Es aprender el repetir, sin más, lo que nos dicen acerca de “x”, del mundo…?

Ya sé que nada se puede añadir al hecho de que, por ejemplo, la sal es un compuesto de cloro y sodio, cloruro sódico, ClNa, un átomo de cloro y otro de sodio; que el agua está formada por moléculas de hidrógeno y oxígeno, dos átomos de hidrógeno y uno de oxígeno, H2O; nada se puede añadir, lo sé, al hecho de que Colón arribó a las costas de América en 1492, para infortunio de los indígenas, mal llamados indios, quienes llevaban esperando, ansiosos, desde hacía siglos el regreso de [unos determinados] “hombres barbados”, de piel probablemente más clara que la suya; tampoco se puede añadir nada al supuesto hecho de que los dinosaurios (animales reyes y favoritos de los dioses por aquel entonces, quienes debían, supongo, tener forma y alma de reptil divino y perfecto) fueran aniquilados y barridos de la faz de la tierra (también el Divino Reptil que los creó o mimaba) por un meteorito hace 65 o 70 millones de años (¿qué mano divina pudo desviar y empujar aquel colosal y fatídico meteorito hacia nuestro planeta y endosar un golpe catastrófico a la evolución de la vida sobre la tierra, abriendo, así, sin embargo, la puerta a nuestra evolución, cuyos orígenes, creo, estaban en un animalillo, no más grande que una ardilla, que vivía bajo tierra, pudiendo así protegerse de la atmósfera letal que habría producido el golpe del meteorito…?)… Ya sé, también, que nada se puede añadir, tampoco, al hecho de que las plantas utilizan la luz solar para alimentarse (proceso llamado fotosíntesis), ni de que el carbón sea el resultado de la transformación de los árboles que quedaron enterrados hace millones de años. Tampoco es posible añadir nada al hecho de que Velázquez fue el pintor oficial de Felipe IV, de que es el autor de Las Meninas y de que algunos le consideran el precursor del Impresionismo, por lo de la divina soltura de sus pinceladas (amasijos de colores, vistos de cerca; pintura inigualable, vistas aquellas pinceladas, que de cerca parecen remolinos de viento o bruma o calima cromática, a cierta distancia)—que son divinas, conduzcan o no al Impresionismo… Tampoco vamos a estas alturas a añadir nada al hecho de que 1+1=2, y de que el área de un triángulo equivale a la base por la altura, dividido por dos: es decir, la mitad de una figura de cuatro lados, un cuadrado o rectángulo, por ejemplo.

Todos estos cientos de datos y hechos, y muchos más, son muy importantes, fundamentales, para el escolar, porque nos describen el mundo o “la realidad” desde un punto de vista empírico, indudable. Nos dicen: “Así es el mundo, la realidad”. ¿Qué puede aportar el escolar o profesor a eso? ¿Cómo vamos a incitar al muchacho a que nos dé una interpretación de 1+1=2, o de una ley física, o de un dato histórico, etc.? : “¿Qué es, para ti, 1+1=2; la ley de la gravedad, el estilo gótico de la Catedral de Notre Dame, el que Colón llegó a América en 1492, etc.?” No queda más remedio que aceptarlo, “aprenderlo”—quizá haya lugar (ninguno para el alumno) para dudar de la veracidad de lo que la Historia Oficial nos cuenta… Como no hay nada que añadir, ni se puede someter a interpretación, a todos estos datos y hechos tan necesarios en la formación del niño, éste no participa de ninguna manera en esa maravillosa aventura (más que aventura: sendero vital) que es el aprender: crucial es esta “aventura”, pues la vida se desdobla posteriormente en función de lo que aprendemos de niño y muchacho, en función de esos marcos en los cuales—en aquel período—“aprendemos” a encuadrar la realidad: física, estética y moral.

Aprender no es incorporar datos en tu cabeza, por muy exactos que sean—fieles reflejos de lo que dicen los libros especializados, el profesor y los expertos. Aprender es comprender; para comprender, uno ha de ser sujeto activo en el proceso de aprender. Uno ha de vérselas personalmente con el dato, hecho o materia que uno quiere dominar o comprender. Ha de haber una distancia crítica con respecto a aquello a lo que uno va a dar su consentimiento cognoscitivo: “A es B”, no porque me lo dicen, sino porque yo veo y comprendo que es así, y entonces afirmo (como cuando uno se casa—“Sí, quiero”): “sí, A es B … Hay que permitir que el alumno desarrolle su espíritu crítico, que pregunte, que descubra la obvia e indiscutible verdad del dato, hecho o ley que se le pide que aprenda. Hay que desarrollar, según la edad, un juego inteligente y creativo con respecto a la materia que se imparte al alumno… Por ejemplo:

“¿Por qué uno más uno no puede (volver a) dar uno?”

Esto ayuda al alumno a entender, por sí mismo, a un nivel más profundo, el significado de igualdad, y de que el agregado de dos cosas exactamente iguales no puede dar como resultado la mitad de un todo formado por dos cantidades exactamente iguales. Si uno más uno fuera igual a uno, se materializaría un maravilloso mundo de absurdos lógicos. Significaría que o bien la suma, en matemáticas, como ley, es imposible, una ficción, o que el agregado de dos cantidades iguales es igual a una de ellas: es decir, a la mitad del agregado; o que cuando se agregan dos cantidades iguales, en su estado de agregación o unión molecular se reducen, cada una, a la mitad de sí mismas, para que, en conjunto, equivalgan a 1, y que quede así demostrada la absurda ley de que 1+1=1. (semejante ley, dicho sea de paso, es absurda en un mundo en que agregar siempre conduce a más, no en un mundo en que agregar conduzca a menos [como cuando se me acumulan deudas a mi capital y me lo reducen proporcionadamente], o una realidad en la que agregar no es más que volver a dejar constancia de lo mismo [como cuando me proporcionan ventajas económicas y soluciones a lo que tengo, mi capital, y después descubro, claro, que estoy igual que antes: a no ser que se aplique la ley anteriormente citada: la de que agregar conduce a menos.)

En mentes más formadas y maduras, el absurdo 1+1=1 podría dar lugar (ya sin ironizar) a pensamientos no tan absurdos, como que la realidad (ese gran UNO, por excelencia) siempre es uno, ni aumenta ni disminuye. (Parménides, filósofo presocrático, ya dice que el ser, la realidad, es uno, siempre uno; “el ser es, el no-ser no es”. Si el ser o la realidad, vista en su totalidad, puede ser aumentado/a, quiere decir que hay “un espacio” en que el ser o la realidad no es, o no ocupa, para que el ser pueda ocuparlo y así aumentar.  Pero ese espacio o no-ser ha de ser, existir, para que el aumento del ser pueda producirse. Sin embargo, el “no-ser” no es, no puede existir, porque si existe, entonces ya no es “no-ser”, sino que es “ser”: vuelve a establecerse la realidad, el ser, a la que nada puede sumarse ni restarse. Siempre es una…. Ni tampoco es posible, según Parménides, que el ser cambie. ¡Caramba! Veamos: Para poder cambiar, el ser ha de poder pasar a un nuevo estado. Ya no es lo que antes era. Ha de existir un “no-ser A” para que esto le permita a “A” ser ahora “B”. Si no existiera ninguna forma de “No-A”, “A” seguiría siendo “A”, y no podría pasar a “B” o ser “B”. Sin embargo, el no-ser no es. Por tanto, el cambio, según Parménides, no es posible. “A” es “A”, y no puede no ser “A”. El ser es, el no-ser no es… Hay que ver cuánto pensaba Parménides, con los demás pre-socráticos, y cuánto pueden dar de sí cosas que damos por supuestas, por ejemplo, la naturaleza de lo que es Uno (1), y lo que se puede hacer con Uno: 1+1=2, o ¿quizá 1+1=1?  )

En cualquier caso, el arrojar al alumno a un mar de absurdas posibilidades cuidadosamente pensadas, o felizmente intuidas, hace que desarrolle su músculo intelectual, con el fin de defenderse de esos absurdos (que, en realidad, tienen un fondo rigurosamente lógico, porque son, en su carácter ilógico, exactamente la cara opuesta de su contrapartida lógica… Cuando Alicia traspasa el espejo, entra en un mundo que, visto desde fuera, es ilógico, pero que, en su interior, es rigurosamente lógico: lo ilógico, para Alicia y los personajes de ese cuento maravilloso, es nuestro mundo, que, simplemente, es el exacto revés lógico del mundo de Alicia).

El alumno aprende a pensar, y cuando afirma, por ejemplo, que 1+1 no es igual a 1, sino que 1+1=2 (o un agregado, molécula, de dos unos), hay un fondo intelectual, unos cimientos y estructura de pensamiento, válidos universalmente, elaborados por él mismo.

Otras preguntas que pueden arrojar al alumno al fondo de un mar de enredos lógicos, del que tendrá que salvarse, pueden ser:

“¿Por qué tiene la materia que estar hecha de partes? ¿La materia (una cosa, por ejemplo) es una o múltiple? Y si cogemos una de las arbitrariamente elegidas partes de las que está hecho algo, ¿es esta parte una o múltiple (compuesta)? ¿Se puede llegar a las últimas partes de las que está hecho algo? Y si lo último en realidad es energía, tiene entonces que haber una última parte (subatómica) antes de pasar a la energía. ¿No hay nada, ninguna transición, entre esa última de las partes subatómicas posibles y el propio estado fundamental, definitivo, llamado energía? Es decir, ¿se pasa, de un salto, de la última de todas las posibles partículas, o partes, a la energía pura no entendida como compuesta de partículas o partes?”  

Estas preguntas tan básicas como mareantes probablemente nunca tengan respuesta, pero al planteárselas, se da cuenta el alumno, o el que se propone aprender, de que al decir “A está constituida de…”, la palabra “constituida” hay que concebirla como algo relativo, una mera herramienta lingüística que nos permite abordar una realidad física que se nos vuelve, en última y fundamental instancia, en algo incomprensible por definición.

Cuando un alumno piensa lo que estudia, cuando ve lo que estudia en un contexto más amplio, desarrollado por él (un espacio en el que lo que ha de aprender, ese objeto o concepto, es zarandeado [incluso irrespetuosamente], sopesado, girado, doblado, retorcido, anudado y enderezado de nuevo), entonces el alumno, o la persona, se hace dueño intelectual de lo que aprende… Ha habido en él un proceso intelectual/creativo; el conocimiento no es sólo un dato que ocupa la cabeza, a sus anchas, sin que el dueño de la cabeza tenga nada que decir. Hay una distancia crítica con respecto a lo aprendido, hay un espacio que hace más sólido ese conocimiento. Esa distancia hace que lo aprendido realmente le pertenezca al que lo ha aprendido, que no sea algo que ocupa acríticamente su cabeza, desplazándole a él (el dueño del espacio ocupado), siendo lo “conocido” un mero dato, un inquilino absoluto e injustificado de su cabeza.

Cuando un niño pequeño aprende a pintar (hecho imposible para Miró: los niños, para él ya saben pintar, y el adulto tiene que volver a aprender a pintar, como un niño), podemos decirle que vamos a pintar unas montañas, árboles y flores sin, SIN colores. Esto le sume al niño en un saludable misterio de enredos lógicos e imposibilidades, pero, cuando decide desobedecer la absurda sugerencia y pintar, como hay que hacerlo, el mundo, se hace consciente de qué es el color y el papel que desempeña en el mundo que le rodea, que es, para él, todo el mundo. Además, probablemente, cuando pinte sus árboles y montañas, en el fondo se sentirá como un pequeño dios o mago que trae por primera vez color al mundo, y así lo crea.

Antonio Nieto López
Maestro – Profesor de Inglés

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