El batir de las alas de la Mariposa

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Todos tenemos—y podemos—ocupar un lugar decisivo en la sociedad. Aquel cuyo papel en sociedad no sea decisivo, se puede decir que ha fracasado. Antes de continuar, conviene analizar qué se entiende por “decisivo” y cuándo está rigurosamente justificado decir de alguien “que ha fracasado”. ¿Cuál es, por una parte, la relación entre nuestro deber y capacidad para desempeñar un papel fundamental en la sociedad y en la misma historia de la humanidad—SÍ—, y, por otra, el hecho de hacer de esto una realidad o fracasar en ello?

Desde luego, no fracasa quien por desgracia se ve sumido en una depresión que no parece tener fin y que le impide ser quien es—no puede ser ni lo mejor ni lo peor de sí mismo; no tiene capacidad para decidir ser; simplemente no puede  ser… [El hecho o acto de “ser”, no es algo estático, sino que encierra todo lo que un hombre o mujer puede y debe hacer en un momento dado. “Ser”, para el ser humano, es el acto fundamental; es distinto del ser de las cosas; por ejemplo: la mesa es, el libro es, pero lo son a pesar de ellos; no hacen nada por ser lo que son; simplemente existen, sin más. Son seres “fuera de sí”, o “seres en sí”, como diría Sartre—seres macizos hasta el extremo, seres que, por no salir de sí y verse, conocerse, por no ejercer (sabiendo) quienes son, en todo momento, están (acuño un concepto) “fuera de sí”, lejos de sí, sin su “sí-mismo”, macizos—seres (Sartre) “en sí”, comprimidos hasta el extremo, hasta no alcanzar nada, como la estrella que se desploma sobre sí misma cuando se le agota el hidrógeno y no le queda combustible para ser, para brillar, y se vuelve la completa antítesis de sí misma: un agujero negro.]

Ni fracasa tampoco quien tras un accidente o por enfermedad pierde la capacidad parcial o total para utilizar su cuerpo o cerebro. Ahí tenemos a Stephen Hawking. Su enfermedad no le ha impedido ocupar un lugar crucial en el destino del hombre: es más, me pregunto si hubiera conseguido lo mismo en circunstancias “más afortunadas”.

¿Fracasa el que se abandona a la botella y, trago a trago, se olvida del mundo y de sí mismo? Beber así o drogarse así puede interpretarse como un ejercicio de irresponsabilidad supremo: no sólo renuncio a mi obligación de ser lo máximo que puede ser; no sólo renuncio a entregar al mundo mi “unicidad” [eso que hace de mí—y de todos—un ser único e irrepetible, como magnífico manuscrito ilustrado del medievo], sino que me esfuerzo por eliminar la conciencia misma que tengo de mí y de mis circunstancias socio-históricas, anulándome por completo o instalándome en una realidad ficticia donde no hay lugar para la responsabilidad máxima que he de ejercer en la vida—ser quien yo puedo llegar a ser, y ser crucial en dos sentidos: 1º en que siendo quien yo puedo llegar a ser, doy al mundo (yo y todos los que lo hacen) algo único; y 2º en que, haciéndolo, indefectiblemente beneficio a la sociedad, enriquezco el momento histórico en que me toca vivir, abro mejores senderos para el futuro y ayudo a otros a hacer lo mismo de acuerdo con las maravillosas características que les constituyen.

Repito: ¿también fracasa el bebedor empedernido, que bebe—se diría—con alevosía contra sí mismo? ¿O hubo algo que mató el potencial que una vez tuvo y,  al encontrarse con ese terrible y perenne vacío existencial, quiso él, a su vez, matarlo, matar ese terrible vacío, llenándolo de algo abrasador, indefinible, sin forma, que quema las neuronas, abotarga e infecta el alma, y mientras llena ese vacío con movimiento lento y patético, empinando el codo, se abre otro vacío todavía más grande, un vacío donde ni siquiera existe este vacío que te mira y te recuerda que estás vacío.

Es difícil saber quién fracasa de verdad, quién es responsable de no llegar a ser quien puede ser. Me atrevería a decir que por lo menos hay un responsable: el vago y desidioso—y la pereza y la búsqueda de soluciones automáticas, sí, puede llevar a esa forma de beber a la que antes aludí, y a la droga—a la búsqueda de enajenación, a todo lo que le permite a uno evadirse de uno mismo, del que uno verdaderamente es y debe ser, y que uno lo sabe, y que, al no prestarle atención, nos sobreviene el sentimiento de culpa, y entonces el alcohol, la droga y cualquier otro poderoso y peligroso pasatiempo puede ser “la solución” astuta que nos cierra el oído a la voz que no debe nunca dejar de emanar desde el fondo de nuestro interior.

Esta forma de beber y drogarse es diferente de la anterior: la anterior mata un vacío que desgraciadamente le ha caído al que sufre, desde el cielo o el infierno; la segunda intenta matar una voz, lo mejor de uno (que es algo pleno, lleno, como digo, de lo mejor que hay en cada uno). La primera quisiera construir algo de la nada, pero como primero tiene que eliminar esa terrible nada, se le abren nadas cada vez más absolutas… [La Nada es, como decía Heidegger—y es la que con “el Algo” constituye la totalidad de lo que es, el Ser. Por tanto, si eliminas la nada, tu nada (si la vida, como a nuestro desgraciado bebedor, te reduce a ese nivel), eliminas también la posibilidad de ser, pues tu nada también te constituye.]… En la segunda forma de beber el que bebe quisiera levantar una nada de lo más completo y excelente que hay en el individuo: quiere que eso—lo mejor—sea nada, para escudarse y seguir revolcándose como hipopótamo en el fango de su pereza. Es un acto de suprema maldad contra uno mismo y el mundo.

Vuelvo al inicio del artículo: “Todos tenemos—y PODEMOS—ocupar un lugar decisivo en la sociedad… y en la historia: TODOS”.

No hace falta ser Napoleón, ni Aristóteles, ni Pelé, ni Neil Armstrong, ni George Washington, ni tu vecino, ni tu padre—tan sólo hace falta que tú seas tú. El llegar a ser lo que eres, tú mismo, puede conducir a que seas (llegues a ser) un gran general, o un gran jardinero, o un gran padre, un gran ser humano—algo grande y simple y honesto. En todo ser humano hay grandeza por desatar, y no sólo son grandes los que acaban en las páginas de las enciclopedias, que algunos de esos grandes también fueron monstruos, y su grandeza no fue grandeza sino daño a escala colosal para la humanidad (por ejemplo, Hitler).

¿Qué es eso de “uno mismo”, y qué “el llegar a ser uno mismo”—aquello que de alguna forma uno ya es, ése que ya tiene un destino porque está en sus manos el poder construirse y llegar casi hasta el máximo de sí mismo? No se alcanza el máximo, pues se nos interpone la muerte, sin la cual descubriríamos que nuestro máximo está en un horizonte infinitamente lejos.

Le recordaría al lector que repasase la teoría del “ser en potencia y el ser en acto” del siempre soberbio Aristóteles. La bellota es ya el roble, pero en potencia. Cuando la bellota se vuelve roble, el roble ya lo es en acto. Ya ha cumplido su destino, el llegar a ser lo que es. Pero el hombre no es una bellota, no llega a ser lo que es como la bellota llega a ser roble [más técnicamente: la esencia del roble se va actualizando en diferentes etapas en el cumplimiento de su destino o en su esfuerzo por alcanzar su realidad plena: desde la bellota, el arbolito, hasta robustecerse y hacerse roble completo, y después envejecer y morir y proyectar el cumplimiento de su ser más allá de sí mismo, a través de los robles a los que su cuerpo dará lugar]. Para llegar a ser lo que uno es, uno ha de conocerse. Porque conociéndose uno, uno sabe qué proyecto llevar a cabo. El hombre no se hace sin más. Ha de construirse. Requiere esfuerzo. Requiere mirarse uno a la cara y reconocer uno sus debilidades y virtudes. Requiere no dejarse llevar por los cantos de sirenas [aquellas que seducían a Odiseo con sus cantos y el tocar de sus arpas, hechizándolo y empujándolo a ir a la isla desde donde le llamaban, y él gritando desde el mástil al que sus compañeros le habían atado—Odiseo, el astuto y amante de los placeres, que no veía, en la orilla de la seductora isla, los restos de cráneos y huesos de otros que también se habían entregado al dulce canto y tocar de las sirenas]. Requiere no escuchar a los que te ensalzan más allá de todo límite y te dicen que eres grande para poder reducirte al tamaño del propósito que tienen para ti—el sacarte todo y el ofrecerte todo para que sigas siendo tan falsamente grande como ellos te dicen que eres, y así te sacan más y te reducen más.

Llegar a ser el que uno es, es el proyecto más grande en la vida. No tiene nada que ver con medallas y honores (tantas veces sólo adornos postizos). Conócete y sé lo mejor de ti mismo. Serás grande—se sepa o no—. Amarás mejor, a los demás y a ti mismo. Harás mejores a los demás. El destino de todos depende de lo que tú hagas. Nada bueno es pequeño. Es como el batir de las alas de la mariposa, que produce huracanes al otro lado del mundo. El batir de las alas de tu alma y esfuerzo, acaba levantando mundos a tu alrededor y más allá—más allá en el espacio y en el tiempo.

Antonio Nieto López
Maestro – Profesor de Inglés

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