Ese vasto tablón sin fondo, sin fondo…

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¿Debe uno partir de un tema, una idea fija o una fórmula en lo que uno hace en la vida—ya sea escribir, pintar o aquello mucho más difícil que es “el vivir”? ¿O debe uno salir al aire, a la intemperie, ser de manera completa en ese momento y hacerse uno (un solo ser, ente o cosa)  con “el tema” u obra—expresión humanamente significativa—que se hace, se revela, se construye en ese acto nuestro que es el acto de intentar ser plenamente lo que uno es en todo momento?

Por ejemplo, cuando Leonardo (el de [da] Vinci) pinta la Gioconda, seguro que—a pesar de tan absolutamente genial, matemático, artístico, exacto, destapador impetuoso y preciso de universos, etc. etc., que era él—no parte de lo siguiente: “He de pintar una donna enigmática con una sonrisa que se desliza, como riachuelo voluptuoso y suave, bajo la sombra de una nariz (perfecta) que se debate entre esfumarse [esfumato] y abismarse; una sonrisa que parece caer o levantarse a un ángulo equis con respecto a la no-detectada inclinación de la cabeza….” Seguro que no, porque propósito tan perfectamente planteado, a priori; tan bien sujeto, rematado y arropado por la estructura y naturaleza de una fórmula, ya es en sí una obra terminada, no requiere que nadie, ni siquiera Da Vinci, la convierta, además, en obra pictórica: la obra, en este caso, es meramente una copia, reproducción (una “re-representación” [“re-enactment”: término inglés que recoge muy bien esta idea]) de algo que ya es perfecto y que no necesita existir dos veces; con ser lo que ya es (al igual que con ser uno lo que es, y que sólo haya ese uno que uno es), basta y sobra.

No, no, y mil veces no. La Gioconda surge con las pinceladas de Leonardo: los dos—Leonardo y su acto supremo de pintar, por una parte; y por otra, la obra, la Gioconda, con todos sus misterios—surgen juntos, se hacen juntos.

Es decir, las fórmulas están bien: como fórmulas—guardan un secreto, nos dicen algo del mundo o sobre los límites a los que hemos de enfrentarnos (limitarnos) en nuestros haceres u obras, que han de ser del mundo (salvo si son sueños, que sólo nos pertenecen a nosotros, aunque estemos en el mundo y el mundo dicte incluso el fondo misterioso e interminable de nuestros sueños); nos dicen algo del mundo; pero, después, el mundo es lo que es, y cuando lo vivimos, retamos, abrazamos y en él crecemos o caemos, el mundo entonces no es el de las fórmulas, sino que es indefinible, abismal, terrible, maravilloso, imbatible, soberbio y también infinitamente humilde y consolador. No, ése, el real, no es el mundo de las fórmulas, sino que las fórmulas, como muchos de los aconteceres del mundo, son de él.

Llegar a ser plenamente el que uno de alguna forma ya es, es, pues eso, serlo, ir siendo, plenamente—es dejar crecer, abrir las puertas a lo que uno encierra: lo que el niño, el joven, por ejemplo, encierra. ¡Cuánto no encierra un niño! Lo encierra todo, a su manera—porque es único. ¿Qué fórmula puede destapar su fuerza, su pensar, su crear, su ser? Como la Gioconda de Leonardo, si la pensamos primero, la abortamos antes incluso de iniciarse la gestación de esa obra; y, en el caso del niño, si le encerramos entre los oscuros muros de una fórmula, tendremos una reproducción de esa fórmula, el día de mañana; un ser que anda por el mundo proclamando las verdades de una fórmula que se basta a sí misma: no necesita reproducciones de sí, reflejos cada vez más pálidos e impersonales de sí.

Educar…… Realmente, NADIE sabe ni puede saber qué es educar; y en el no-saberlo (como en el “sólo sé que no sé nada” de Sócrates) está la esencia del buen educar y eso indefinible que caracteriza al maestro: “maestro” es una palabra pequeña, humilde y grandiosa. Quien quiera llevarla ha de ser muy, muy humilde; ha de saber (con certeza filosófica) que no sabe y, así, entre que uno (el maestro) no sabe y el alumno, que, sin saber, ya sabe, pues no hay duda de que el maestro (que sí sabe que no sabe) liberará de su alumno todo el saber y potencial que duerme en éste (un sueño de siglos, diría Platón); y con el tiempo, cuando ese alumno crezca y comprenda que saber va más allá de la acumulación de fórmulas y datos; que saber es comprender y ser en esa comprensión que uno tiene; y que saber es encontrarte en un punto donde te hayas bien reunido contigo mismo y sin embargo te preguntas: “si no son ni las fórmulas, ni los datos, ni esto, ni lo otro concretamente, eso que se llama saber, qué es? Cuando miro una flor, ¿qué es esa flor verdaderamente? ¿La conozco—a ella, esa flor—porque conozco las leyes de la fotosíntesis, o las partes de la que consta, partes establecidas por nosotros, no la flor (que si la corola, el pedúnculo, el estilo, el pistilo, el óvulo, el pétalo y el estambre), el clima en el que crece, etc. etc.? ¿No es todo eso una reunión de datos que revelan una flor que no existe, puesto que con todos esos datos no consigo esa flor delante de mí, ni puedo reproducir la experiencia de encontrarme frente a ella, preguntándome qué es, sabiendo que nunca lo sabré.

Educar es algo más que conseguir que alguien apruebe exámenes y se licencie en esto… en esto y lo otro, concretamente: campos del saber cuya validez está determinada, a priori, por otros. Nada tengo en contra de que sean otros, los supuestos sabios, los que determinen a priori qué hay que saber y cómo. Nada, en principio. Pero, ¡ay!, el sabio no determina a priori nada por lo que se refiere a eso de llegar a saber, sino que abre un camino para que el que ha de saber descubra y sepa, siendo el sabio el primero que, no afirmando que sabe, se pone a caminar por ese sendero. Sabio o maestro y alumno aprenden juntos, aunque parezcan estar en dimensiones muy diferentes el uno del otro. Entonces, he de desconfiar del modo oficial de enseñar que impera oficialmente en el mundo. Ya sé que el mundo es el que es, y que requiere que el niño y el joven vayan adquiriendo las destrezas prácticas que le permitan sacar provecho del mundo y saber estar y sobrevivir en él, y también, cómo no, contribuir a su avance, a ese precipitarse sin freno e “in crescendo” que sancionan y aplauden las autoridades educativas universales. ¿Pero educar es sólo eso? ¿No se parece eso más a una sesión larga y prolongada de entrenamiento para tareas muy concretas, más allá de las cuales nada importa demasiado—nada que tenga que ver con la satisfacción del hambre de saber con el que nacemos todos y que nos impele sin remedio a mirarlo todo y preguntarnos por todo, a realizarnos en ese preguntar y descubrir del mundo en el que nos vamos viendo reflejados. ¡A cuántos niños no se les escuchan bien sus primeras preguntas, ni se les lleva suficientemente por senderos mágicos de descubrimiento, de aventura (ya saben)! Llegan a adultos, con sus licenciaturas y másteres e idiomas (a medio cocer, las más veces), y cuando ya no tienen licenciatura que conseguir, ni máster que sacar (por riñón y medio, de los padres, normalmente), no vuelven a abrir un libro. No nacen de ellos mismos preguntas, no buscan por aquí y allá las respuestas a sus preguntas e inquietudes, porque, quizá, de niños nadie valoró sus preguntas, nadie dio rienda suelta a su hambre, nadie les hizo ver que su hambre era algo magnífico, y en vez de dejar que intentaran comerse el mundo, y de paso aprender todo lo que oficialmente hay que aprender (pero con otro fuego, claro está), les señalaron hacia dónde tenían que encaminar sus pasos. Se olvidaron de su hambre. Su hambre murió. Sus preguntas, también. No “aprenden” si no tienen licenciatura que sacar, o máster. Y cuando hacen su máster o licenciatura, lo hacen sin hambre.

Educar es abrir las puertas al abismo que anida en cada niño. Nadie es dueño ni conocedor de ese abismo. Pero hay que enseñar al niño a nadar en su abismo, a aflorar en él, a ser todo un ser humano. En ese clima, lo que se aprende, matemáticas, biología, historia, etc., alcanza profundidades nunca antes soñadas. Hay una tercera dimensión en nuestro saber; no es nuestro “saber” tan sólo un enorme tablón plano de dos dimensiones repleto de un vasto número de datos (sin fondo, sin fondo, sin fondo….)

Antonio Nieto López
Maestro – Profesor de Inglés

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